Nuestros padres creían en el castigo como el único modo de resolver el mal genio, la mala conducta o como remedio para resolver cualquier conflicto y solicitud que tuvieran y que se requería ser obedecida al instante.

No solo eso, también los medios que les rodeaban, tales como las escuelas o la Iglesia apoyaban (y todavía lo siguen haciendo en algunos lugares) estas ideas tradicionalistas y conservadoras.

Por donde sea que uno mirara y escuchara, la violencia era la única alternativa presente para dirigir la conducta de los niños.

Se aplaudían y hasta se justificaban desde libros como la biblia, desde familias que habían conseguido tener hijos modelos gracias a los maltratos que recibieron en sus infancias.

Todo el mundo de entonces repetía la frase: mejor un golpe hoy que un accidente mañana. Y alrededor de esta filosofía barata se movía el mundo.

Los trastornos no surgían en el momento. En algunos sí se pudieron identificar, pero los ocultaban para no llamar la atención, como suele hacer el cobarde cuando no tiene de otra.

Casos de niños con problemas en el cerebro a causa de un golpe severo, un empujón, el excesivo castigo físico, llevaban a los niños a huir, esconderse, sufrir, crear otras realidades, inventarse amigos invisibles, tener pesadillas y ataques de pánico, padecer del síndrome del masoquista.

Recuerdo un joven que me dijo: los castigos que me dieron mis padres me llevaron a ser mejor persona. Esto lo decía un padre que tiraba de los cabellos de su hija, una vez que se convirtió en papá para que realizara sus tareas escolares.

Una madre tuvo que encadenar a su hijo de un árbol de limón después de que perdió la paciencia, debido a que el hijo había salido en bicicleta a jugar y un camión casi lo atropella.

Ese niño creció y me dijo: habría preferido que aquel camión me hubiese atropellado.

Poner a un niño de rodillas sobre una piedra caliente bajo el sol de mediodía, darle con una vara de tamarindo hasta sacarle sangre, con una correa, con la hebilla de la correa, como uno de mis amigos que vino huyendo de su padre con la herida en su costado sangrando muchísimo.

Arrojarlos contra la pared y romperle parte del cráneo, dejarlos con traumas, arruinarles sus vidas, dejarlos cojos, romperles los brazos, colgarlos y azotarlos, arañarlos y clavarles objetos, lanzarles todo tipo de cosas, desprenderles los cabellos, amenazarlos con sacarles los ojos, que se tendrán que ir de la casa si se comportan mal, ofenderlos, avergonzarlos, humillarlos, tildarlos de locos, de inútiles, encerrarlos por un día completo sin comida ni agua, entre otras tantas historias que he venido escuchando. A todas estas cosas se le llama castigo, no disciplina.

Este mal proceder genera: pensamientos suicidas, conductas violentas, desesperantes, desorientadas, irracionales, traumas, heridas profundas, son las comunes manifestaciones de quienes vivieron un infierno en su niñez.

Este libro no pretende omitir ese dolor tan crudo por el que atravesamos muchos.

Apenas recuerdo el día en que mi madre se tomó unos minutos para explicarme que todo lo que sucedió mientras era muy pequeño todavía, no lo había hecho con ninguna mala intención.

Que de ella haber conocido alguna otra manera de corregirme la habría usado, pero lamentaba mucho no tener la respuesta correcta en ese entonces.

Esta historia relata claramente el modo en que funciona el perdón, el hecho de nosotros no tener que seguir arrastrando con una carga que nos ha robado energía y tiempo para disfrutar el breve milagro de la vida como debe ser.

Amar inteligentemente es la respuesta. No existe el amor con maltrato, existe el amor que busca el bien, que corrige y disciplina, pero siempre con la alegría de permitirnos crecer libremente, de pensar, tomar decisiones apropiadas, aprender, enfocar, analizar, liderar, descubrirnos, sacar lo mejor de nosotros, pero al ritmo adecuado, para liberarnos de una carga bien pesada con la que hemos estado caminando esta corta vida.